miércoles, 25 de abril de 2012

Final recurrente en cien febreros


Cuento de Jimena Vera Psaró

Final recurrente en cien febreros

Seleccionado en tercer lugar en el Segundo Concurso de Cuentos "Febrero Chayero" que organizó la Dirección de Letras de la Secretaría de Cultura y Turismo Municipal.
Caminaba errante sin poder juntar los pasos con el suelo. La neblina blanca teñía lo que había quedado seco tras la llovizna y muy adentro, se sentía frío. Visto desde la indiferencia, era una danza torpe embebida de pesares.
El día que lo abandonaron, su vida desapareció por el camino de montaña y atravesó el Cerro de la Cruz hasta la cumbre. Infeliz presagio, nadie la vio jamás tan bella como el alba en la que se marchó del pueblo escalando el cerro, dejando atrás desconsuelo y llantos.  Se llevaba también el perfume fresco y mentolado de albahaca que marcó su rastro hasta la cima. Ella se arrojó entre las piedras pero su frágil cuerpo jamás tocó el suelo, por el contrario se elevó hasta pulverizarse cayendo gota a gota para besarlo en lluvia, persistentemente suave. Persistentemente agua sobre el llano seco donde el sol de febrero acartona hasta las emociones más profundas.
La poca lucidez de amante, jamás le permitió darse cuenta de este milagro penetrante. Se encerró en viejo ropaje y su cara transmutó la indiferencia ajena en una suma de días interminables. Su piel se fue haciendo harapo y de tanto descreer masticó una bronca de yuyo seco hasta hundirse sediento en alcohol y chicha.
Así extasiado, convidó la compañía de los mismos resignados, que sintonizaban con él en ese tun tún triste de copla empapada. Una ronda siguió al doliente, compadreando al macho que no llora. Era inútil. Ya estaba seco.
Lo incitaban a festejar, le entregaron coplas y guaguas pero su rostro inerte mantenía los ojos quietos como un par de puntadas. Con mirada rasgada y poca luz espiaba el infinito y hasta parecía que se había dejado encantar contemplando el fuego que ardía. Su figura se hizo visible para el pueblo que lo acomodaba siempre por ahí, al costado, testigo de lástimas y penas. De vez en cuando un abrazo, una foto, un chorro de vino en la jeta, le sacudía el cuerpito mustio.
El ambiente de neblina blanca invadía la noche. Los sonidos le llegaban lejanos a sus oídos de estopa. El polvillo le tapaba el aire evitando que saliera un gemido seco. La silla lo atrapaba, pero algo en su interior latía como un dolor impronunciable que le cedió impulso. Dio un par de pasos y se dejó caer en ese ardor que le estallaba la sangre sin que nadie quisiera rescatarlo. Lo rodearon paralizados, hasta que la música se escabulló despacio entre los presentes y lavó el último murmullo. Volvió el ruido que muchos confunden con festejo.
No hubo compasión, ni siquiera la doña que barrió las cenizas reparó en ese despojito de tristeza que se unía a la tierra. Pujllay se licuó en una chaya de rocío que le mojaba el alma. Se disolvió en greda, cayó por el desagüe y bajo el asfalto rogó no ser más el muerto invocado por cien febreros.
DataRioja
21/ 03/ 2012

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